Por Andrea Morales
La gente, desorientada, miraba para todos lados buscando una respuesta ante el fuerte sonido que acababan de escuchar. Pronto se percataron del lamentable y terrible suceso.
La hermosa tarde soleada y despejada de la ciudad de los mangos, parecía oscurecerse ante el trágico suceso que estaba ocurriendo.
José Eduardo Acosta, menor, oriundo de Alajuela, salía de la escuela ayer por la tarde, en compañía de sus amigos.
El niño de cabello castaño y tez morena, de menos de un metro y medio de estatura y contextura delgada, se disponía a jugar a pocos metros de la escuela de Dulce Nombre, en San Isidro de Alajuela.
A poco menos de diez metros de la escuela, Acosta y sus compañeros encontraron una bombeta tirada en la acera.
-- ¡Esta es de la que usan en los turnos!, exclamó José Eduardo, mientras se preparaba para jugar con sus compañeros.
De repente, un fuerte sonido llamó la atención de los padres de familia que se disponían a recoger a sus hijos a la salida de la escuela.
-- ¿¡Qué es eso!? ¿Qué pasó?, se escuchaba a voces alrededor del centro educativo.
Por unos segundos, la gran dosis de adrenalina y el susto que este accidente le causó a José, le impidió llorar. Tenía sus ojos y boca abiertos en todo su esplendor, estaba notablemente asombrado. Enseguida, estalló en gritos y llanto.
Hincada sobre la acera, con el niño entre sus brazos estaba la mujer encargada de recogerlo al final de su día lectivo.
-¡Ayúdenme! ¡Que alguien llame a la ambulancia!, gritaba la mujer desesperada y con los ojos llorosos.
En seguida, uno de los padres de familia que presenció el incidente, llamó al 911 para informar el suceso. Veinte minutos después, llegaron los paramédicos en socorro de José.
Horas más tarde, salía de la fría de sala de operaciones del Hospital Nacional de Niños, un médico. Su prendedor de hospital, ubicado en la parte izquierda de la gabacha blanca, indicaba: Dr. Orlando Urroz.
-- ¿La Familia Acosta?, preguntó el joven y bien parecido médico.
Rápidamente, la madre de José, con un rostro de preocupación y desesperanza se levantó de la sala de espera y se acercó al doctor. Detrás de ella, el padre y la encargada del niño, se acercaron para escuchar el diagnóstico del médico.
Él, mirándolos fijamente a los ojos, con la cabeza ligeramente inclinada hacia abajo y con un gesto de tristeza les dijo:
-- Lo siento, hicimos lo que pudimos pero… –el Dr. Urroz aclaró la garganta, lamentablemente no pudimos salvarlo. José perdió su brazo derecho.
Parecía como su recién hubiera caído un balde con agua helada sobre los hombros de la familia. El padre, con un gesto neutro, abrazó a su esposa. Ella estalló en llanto. Con las mejores intenciones de calmarla, le habló al oído.
Pronto, la mujer limpió su rostro mojado. Del brazo de su esposo y de la niñera, más tranquila, se sentó nuevamente en la banca. Silencio, un profundo silencio embargó el lugar.
Ahora solamente esperarían el momento para entrar a ver a José y brindarle todo el apoyo que sólo una familia unida puede dar.
Esperan que este hecho no defina negativamente la vida del menor, quien con ocho años de corto recorrido y junto a su familia, está viviendo uno de los momentos más difíciles de su vida hasta el día de hoy.
La hermosa tarde soleada y despejada de la ciudad de los mangos, parecía oscurecerse ante el trágico suceso que estaba ocurriendo.
José Eduardo Acosta, menor, oriundo de Alajuela, salía de la escuela ayer por la tarde, en compañía de sus amigos.
El niño de cabello castaño y tez morena, de menos de un metro y medio de estatura y contextura delgada, se disponía a jugar a pocos metros de la escuela de Dulce Nombre, en San Isidro de Alajuela.
A poco menos de diez metros de la escuela, Acosta y sus compañeros encontraron una bombeta tirada en la acera.
-- ¡Esta es de la que usan en los turnos!, exclamó José Eduardo, mientras se preparaba para jugar con sus compañeros.
De repente, un fuerte sonido llamó la atención de los padres de familia que se disponían a recoger a sus hijos a la salida de la escuela.
-- ¿¡Qué es eso!? ¿Qué pasó?, se escuchaba a voces alrededor del centro educativo.
Por unos segundos, la gran dosis de adrenalina y el susto que este accidente le causó a José, le impidió llorar. Tenía sus ojos y boca abiertos en todo su esplendor, estaba notablemente asombrado. Enseguida, estalló en gritos y llanto.
Hincada sobre la acera, con el niño entre sus brazos estaba la mujer encargada de recogerlo al final de su día lectivo.
-¡Ayúdenme! ¡Que alguien llame a la ambulancia!, gritaba la mujer desesperada y con los ojos llorosos.
En seguida, uno de los padres de familia que presenció el incidente, llamó al 911 para informar el suceso. Veinte minutos después, llegaron los paramédicos en socorro de José.
Horas más tarde, salía de la fría de sala de operaciones del Hospital Nacional de Niños, un médico. Su prendedor de hospital, ubicado en la parte izquierda de la gabacha blanca, indicaba: Dr. Orlando Urroz.
-- ¿La Familia Acosta?, preguntó el joven y bien parecido médico.
Rápidamente, la madre de José, con un rostro de preocupación y desesperanza se levantó de la sala de espera y se acercó al doctor. Detrás de ella, el padre y la encargada del niño, se acercaron para escuchar el diagnóstico del médico.
Él, mirándolos fijamente a los ojos, con la cabeza ligeramente inclinada hacia abajo y con un gesto de tristeza les dijo:
-- Lo siento, hicimos lo que pudimos pero… –el Dr. Urroz aclaró la garganta, lamentablemente no pudimos salvarlo. José perdió su brazo derecho.
Parecía como su recién hubiera caído un balde con agua helada sobre los hombros de la familia. El padre, con un gesto neutro, abrazó a su esposa. Ella estalló en llanto. Con las mejores intenciones de calmarla, le habló al oído.
Pronto, la mujer limpió su rostro mojado. Del brazo de su esposo y de la niñera, más tranquila, se sentó nuevamente en la banca. Silencio, un profundo silencio embargó el lugar.
Ahora solamente esperarían el momento para entrar a ver a José y brindarle todo el apoyo que sólo una familia unida puede dar.
Esperan que este hecho no defina negativamente la vida del menor, quien con ocho años de corto recorrido y junto a su familia, está viviendo uno de los momentos más difíciles de su vida hasta el día de hoy.